El punto culminante de mi fascinadísima pero mediocre vida religiosa llegó cierta tarde en que el bisabuelo, con quien al parecer estuve solo aquel día, me ordenó que me tapase los ojos y no mirara, tras lo que hizo algo impensable. Se quitó los zapatos y dejó al descubierto los calcetines blancos. Tras ponerse de pie, se colocó el taled en la cabeza, me hizo una última advertencia relativa a que no mirase, esperó a que me tapara los ojos con los dedos, y entonces, de modo manifiesto, e alejó y me dejó solo en el pequeño banco encarado hacia el costado del altar y, contiguo a él, su honorable asiento de anciano.
Aguardé allí con obediencia, sumido en mi oscuridad, mientras escuchaba el creciente número de voces masculinas y profundas que resonaban junto al altar situado a unos metros delante de mí. (...)
Entonces, con los dedos apretados contra mis cerrados párpados con toda la fuerza de la obediencia religiosa, oí, entre todas las cosas, que los hombres empezaban a cantar. No al unísono, como un coro, sino un abanico de melodías distintas que entonaba con dulzura una docena de voces o más; oí un golpeteo apagado y, acto seguido, más golpes y más graves, y las voces se hicieron más sonoras, algunas de ellas dando la sensación de que se elevaban un punto por encima de la inquietud barítona, de repente una súbita escalada de tenor que remontaba el vuelo semejante a una paloma, y el golpeteo que se hacía más rápido. Mi miedo creciente me separó dos de los dedos con que me tapaba un ojo, espié por entre el juncal de las pestañas y vi algo de los más asombroso: unos quince ancianos, encorvados y totalmente cubiertos por el respectivo taled, todos ellos con los pies enfundados en calcetines blancos, estaban bailando. Contuve el aliento movido por el pánico. Uno de ellos tenía que ser el bisabuelo y yo estaba viendo lo prohibido. Aunque, ¿qué era exactamente lo prohibido? ¿Que estuvieran sin zapatos? ¡Tal vez encontrarse en situación tan indigna! Quizás el que, de un modo oculto y misterioso, se sintieran contentos aunque fueran ancianos. Pues nunca había oído yo una música como aquélla, tan loca e impulsiva, y cada cual bailaba sin consonancia alguna con el resto, sólo de cara a las tinieblas exteriores que envolvían los espacios allende la familia y los hombres, los espacios donde se podían considerar atendidas las plegarias.
Arthur Miller (1915-2005)
'Uno' (fragmento)
en "Vueltas al tiempo - Autobiografía"
trad. Antonio-Prometeo Moya
ed. Tusquets (1988)
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