sábado, 27 de febrero de 2016

ciudades






   De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas, ninguno iguala al que le espera en la ciudad de Ipazia, porque no se refiere a las palabras, sino a las cosas. Entré en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se espejaba en lagunas azules, yo andaba entre los setos seguro de descubrir unas damas bellas y jóvenes bañándose; pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos de las suicidas con una piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.
   Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las escalinatas de pórfido del palacio de las cúpulas más altas, atravesé seis patios de mayólica con surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas: los forzados, con negras cadenas al pie, izaban rocas de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.
   No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entré en la gran biblioteca, me perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino, seguí el orden alfabético de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores, escalerillas y puentes. En el más remoto gabinete de los papiros, en una nube de humo, se me aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera, que no se quitaba de los labios una pipa de opio.
   –¿Dónde está el sabio? –el fumador señaló fuera de la ventana. Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo:
   –Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer. 
   Comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje de Ipazia.















Italo Calvino (1923-1985)
fragmento de 'Las ciudades y los signos. 4'
en "Las ciudades invisibles"
trad. Aurora Bernárdez
ed. Siruela (1998)


No hay comentarios:

Publicar un comentario