Cuando en Áulide se congregaron las naves de los aqueos, portadoras de desgracias para Príamo y los troyanos, nosotros, cabe una fuente, inmolábamos hecatombes perfectas en los sacros altares, en honor de los inmortales, al pie de un hermoso plátano de donde brotaba la espléndida agua. Allí se nos apareció un gran prodigio: un dragón, de lomo leonado, terrible, al que el propio Olímpico había sacado a la luz, saltando desde el pie del altar, se subió al plátano. Allí se hallaban los polluelos de un gorrión, crías recién nacidas, en la rama más alta, metidos entre el follaje. Eran ocho, y la novena era la madre que había traído al mundo las crías. Entonces los devoró mientras piaban lastimeramente. Su madre revoloteaba afligida en redor de sus crías, así que dándose la vuelta la cogió por un ala mientras volaba chillando. Luego, cuando se hubo comido a las crías del gorrión y a su madre, lo hizo evidente el dios que lo había hecho aparecer, pues lo convirtió en piedra el hijo de Crono el de corva hoz. Nosotros, inmóviles, nos admirábamos por cuanto sucedía. Así los terribles prodigios de los dioses interrumpieron las hecatombes.
de 'Las «Ciprias»' (fragmento)
en "Ciclo épico - Ciclo tebano - Ciclo troyano"
trad. Alberto Bernabé Pajares
ed. Gredos/Planeta-DeAgostini (1999)
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