domingo, 22 de noviembre de 2015

a un profesor








Ni bien entraba en el aula ya estaba sentado frente a nosotros. Nuestro silencio lo había estado aguardando desde antes que traspusiera la puerta en espera de su palabra que tanto se parecía a una reseña del mundo, a noticias frescas que recibíamos entusiasmados, ¡tan diferentes, tanto más entretenidas y originales que las que nos traían los profesores de las otras materias!

   Resultaba curioso, pero hasta nuestros compañeros más conversadores, intrigados por ese hombre, postergaban sus ocurrencias para otra ocasión.

   Ya sentado empezaba sin tardar a explicarnos (es la palabra que empleaba) la música. Ese era su oficio: explicar la música como una trama compleja de eventos, acontecimientos más o menos claros cuando no ineluctablemente oscuros. Por arrojar una lumbre en las paredes de esa oscuridad, en un envión inesperado abandonaba su asiento y ya de pie frente a nosotros, seguía tratando de explicarse.

   Según él, la música no conocía comienzo, y "aun de tenerlo y si un buen día tuviéramos que hundirnos una vez más en el caos, seguirá (no, no es que morirá para mas tarde resucitar, no), su propuesta seguirá para, acaso una vez más, irlo convenciendo, irlo llevando a un orden temperado".

   Oscuramente, desde nuestros asientos, íbamos reconociendo el maná que ese hombre gris –gris entre paredes grises, hombre sin dejo particular, sin énfasis especial, sin latiguillos ni esquemas de frases preparadas de antemano para tratar de convencer– dejaba caer sobre nuestras cabezas. Acaso barruntáramos la marca de un velo espléndido, nube multicolor que se echaba sobre nosotros. 

   Necesitaba ponerse de pie para decirnos esas cosas.


  









Arnaldo Calveyra (1929-2015)
fragmento de "A un profesor de música bienamado"
en "El caballo blanco de Mozart"
ed. La Bestia Equilátera (2010)

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