Por consiguiente, tampoco me atrevería a negar que sobre las nubes pueden incidir los fuegos de los astros, como los que vemos a menudo en cielo despejado. Es verdad que con su impacto golpean las capas de aire, puesto que también silban las jabalinas al vibrar; pero cuando llegan a una nube, originan un vapor que produce un ruido estridente, como el hierro candente metido en el agua, y exhalan un vórtice de humo. A partir de ahí se desencadenan las tormentas y, si en la nube se produce un choque de soplos de aire o de calor, se originan los truenos; si al arder se quiebra, los rayos y si resiste durante un trecho más largo, los relámpagos. Éstos hienden la nube, aquéllos la quiebran y los truenos son los golpes de los impactos del fuego; por eso enseguida brillan unas grietas ígneas en las nubes.
Puede también producir trueno el vaho que se desprende de la tierra, ya que los astros lo repelen, lo hacen descender y lo encierran en una nube, ahogando la naturaleza el sonido mientras ofrece resistencia y prorrumpiendo el estruendo cuando explota, como una vejiga hinchada de aire. También puede inflamarse ese aire, cualquiera que sea su naturaleza, por efecto del roce cuando va a precipitarse. Y también puede estallar por un choque de nubes, como de dos piedras, que es cuando los relámpagos sueltan chispas. Pero todos estos fenómenos son fortuitos, y por eso hay rayos inmotivados e infundados, que carecen de una ley natural; por ellos se ven sacudidos los montes y también por ellos los mares, siendo todos impactos sin efecto. En cambio, el otro tipo de rayos, que son los proféticos, caen de lo alto, por causas preestablecidas y, además, desde sus respectivos astros.
Plinio el Viejo (23/24-79 d.C.)
"Historia Natural" Libro II
trad. Antonio Fontán, Ana Mª Moure Casas
e Ignacio García Arribas.
ed. Gredos/RBA (2007)
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