–¿No puede decirme cuántos hombres hay a bordo? ¿Diez, veinte, cincuenta, cien?
–No puedo decírselo, Ned. Pero, créame, abandone por el momento la idea de apoderarse del Nautilus o de huir de él. Este barco es una obra maestra de la industria moderna y yo lamentaría no haberlo visto. Son muchos los que aceptarían de buen grado nuestra situación, aunque no fuese más que por contemplar estas maravillas. Así que manténgase tranquilo, y tratemos de ver lo que pasa en torno nuestro.
–¿Ver? –dijo el arponero–. ¡Pero si no se ve nada! ¡Si no puede verse nada en esta prisión de acero! Navegamos como ciegos...
No había acabado Ned Land de pronunciar estas últimas palabras, cuando súbitamente se hizo la oscuridad, una oscuridad absoluta. El techo luminoso se apagó, y tan rápidamente que mis ojos sintieron una sensación dolorosa, análoga a la que produce el paso contrario de las profundas tinieblas a la luz más brillante.
Nos habíamos quedado mudos e inmóviles, no sabiendo qué sorpresa, agradable o desagradable, nos esperaba. Se oyó algo así como un objeto que se deslizara. Se hubiera dicho que se maniobraba algo en los flancos del Nautilus.
–Es el fin del final –dijo Ned Land.
–Orden de las hidromedusas –se oyó decir a Conseil.
Súbitamente, se hizo la luz a ambos lados del salón, a través de dos aberturas oblongas. Las masas líquidas aparecieron vivamente iluminadas por la irradiación eléctrica. Dos placas de cristal nos separaban del mar. Me estremeció la idea de que pudiera romperse tan frágil pared. Pero fuertes armaduras de cobre la mantenían y le daban una resistencia casi infinita.
El mar era perfectamente visible en un radio de una milla en torno al Nautilus. ¡Qué espectáculo! ¿Qué pluma podría describirlo? ¿Quién podría pintar los efectos de la luz a través de esas aguas transparentes y la suavidad de sus sucesivas degradaciones hasta las capas inferiores y superiores del océano?
Jules Verne (1828-1905)
frag. de "Veinte mil leguas de viaje submarino"
trad. Miguel Salabert
ed. Alianza (1987)
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