En la tradición judeocristiana, las palabras son el principio de todo. Según los comentaristas talmúdicos, dos mil años antes de la creación del cielo y de la tierra, Dios generó siete cosas esenciales: Su divino trono, el Paraíso ubicado a Su diestra, el Infierno a Su izquierda, el santuario celestial, una joya con el nombre del Mesías grabado en ella, una voz que gritaba desde la oscuridad «¡Regresad, hijos de hombres!» y la Torá, escrita en fuego negro sobre blanco. La Torá fue la primera de esas siete cosas y Dios la consultó antes de crear el mundo. Con cierta vacilación, porque temía la pecaminosidad de las criaturas terrenales, la Torá consintió esa creación. Una vez enteradas del divino propósito, las letras del alfabeto descendieron de la augusta corona, donde habían sido escritas con una pluma de llamas, y, una a una, las letras le dijeron a Dios: «¡Cread el mundo a través de mí! ¡Cread el mundo a través de mí!». De las veintiséis letras, Dios escogió a Bet, la primera en la palabra «Bendito», y fue así como el mundo cobró existencia a través de Bet. Los comentaristas señalan que la única letra que no presentó su solicitud fue la modesta Aleph; para recompensar su humildad, Dios le otorgó el primer lugar en el Decálogo. Muchos años más tarde, san Juan Evangelista, algo impaciente, resumió el extenso procedimiento y declaró que «en el comienzo era la Palabra». De esta antiquísima convicción surge la metáfora de Dios como autor y del mundo como libro: un libro que tratamos de leer y en el cual también estamos escritos.
'¿Cómo preguntamos?' (fragmento)
en "Una historia natural de la curiosidad"
Alberto Manguel
trad. Eduardo Hojman
ed. siglo veintiuno (2016)
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