Hay que ir a ver a primera hora de la mañana, desde la cumbre de la colina del Sacré-Coeur, en París, cómo la ciudad se desprende lentamente de sus velos espléndidos, antes de estirar los brazos. Toda una multitud por fin dispersada, helada, desunida y sin fiebre surca como un navío la gran noche que sabe hacer una misma cosa de la basura y de la maravilla. Los trofeos orgullosos que el sol se dispone a coronar de pájaros o de ondas, se reponen mal del polvo de las capitales enterradas. Hacia la periferia las fábricas, primeras en estremecerse, se iluminan con la conciencia cada día creciente de los trabajadores. Todos duermen, excepto los últimos escorpiones con rostro humano que empiezan a cocer, a hervir en su oro. La belleza femenina se funde una vez más en el crisol de todas las piedras raras.
André Breton (1896-1966)
fragmento del cap. III
en "Los vasos comunicantes"
trad. Agustí Bartra
ed. Siruela (2005)
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