Beowulf, vástago de Ecgtheow, respondió:
–Hazañas hemos alcanzado con intrépido corazón; con bravura rechazamos las astucias del monstruo; dichoso estaría de ver al abyecto y sus armas transformados en despojo. Bien sé que mi puño pudo condenarlo a la muerte, si no se hubiera desprendido de mis manos cuando ya la ruina lo abrazaba. Pero Dios dispuso las cosas de otro modo; aunque mucha fuerza desplegué, el brutal asesino, con pujanza, se soltó de mí. Y aunque pudo huir, de poco le sirvió al desdichado proscrito: cercenado de garra, brazo y hombro, su tiempo escasea; torturado por sus ofensas, encadenado por sus heridas, los estigmas de la muerte lo sentencian a su hora final, cuando deba abandonarse al veredicto de Dios.
El hijo de Ecglaf enmudeció (alardear ya no quería de sus logros en combate), pues los guerreros no salían del asombro al contemplar la garra del monstruo colgada en el techo, los dedos de la zarpa remataban en uñas afiladas como el acero, espectáculo pavoroso y sombrío la traza del temible impío. Según decían, no había espada capaz de postrar a semejante fiera, cercenándole su sangrienta zarpa.
en "Beowulf" (fragmento)
Anónimo
trad. Armando Roa Vidal
ed. Norma (2012)
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