viernes, 2 de enero de 2015

Epifanía 1937











El mar en flor y las montañas al declinar la luna;
el gran peñasco junto a las higueras de Berbería y los asfódelos;
el cántaro que no quería agotarse al fin de la jornada
y el lecho plegado junto a los cipreses, y tus cabellos
de oro; las estrellas del Cisne y Aldebarán.

Yo he afianzado mi vida, yo he afianzado mi vida viajando
entre los amarillos árboles, conforme a las inclinaciones de la lluvia,
sobre vertientes silenciosas, sobrecargadas de hojas de haya.
Ni un fuego en las cumbres. Cae la tarde.

Yo he afianzado mi vida. En tu mano izquierda una línea,
una cicatriz sobre tu rodilla; quizá subsistan
sobre la arena del verano pasado, quizá subsistan todavía
allí donde sopló el viento del Norte mientras alrededor del lago helado
oigo la voz extranjera.

Los rostros que advierto, ni la mujer que pasa, inclinada,
amamantando a su hijo,
no piden nada.
Escalo las montañas. Valles entenebrecidos. La llanura
nevada hasta el horizonte, la llanura nevada,
el tiempo prisionero en las capillas silenciosas,
ni las manos que se tienden para reclamar, ni los caminos,
piden nada.

Yo he afianzado mi vida cuchicheando en el silencio infinito.
Ya no sé más hablar, ni pensar: susurro,
como el soplo de un ciprés, la noche aquella,
como la voz humana del mar nocturno sobre los guijarros,
o el recuerdo de tu voz diciendo: "Buena suerte".

Cierro los ojos, buscando el lugar secreto donde las aguas
se cruzan bajo el hielo, la sonrisa del mar y los pozos condenados,
palpando con mis propias venas, las venas que se me escapan
ahí donde se acaban los nenúfares, y el hombre
marcha, ciego, sobre la nieve del silencio.

Yo he afianzado mi vida, con él, buscando el agua que te roza,
pesadas gotas cayendo sobre verdes hojas, sobre tu rostro,
en el jardín desierto; sobre la taza de la fuente
estancada, golpeando a un cisne muerto de alas inmaculadas,
árboles vivos y tu mirada detenida.

Esta carretera vuélvese infinita, no cambia, ahora que buscas
el recuerdo de tus años de infancia, aquellos que partieron,
aquellos que se perdieron en el sueño en las tumbas marinas,
ahora que ansías ver los cuerpos que amaste
inclinándose sobre las ramas secas de los plátanos, allí
donde se detuvo un rayo desnudo de sol,
donde un perro brincó y un latido estremeció tu corazón;
esta carretera no cambia.

Yo he afianzado mi vida.
La nieve
y el agua se congelan en la huella de las pisadas de los caballos.














Yorgos Seferis (1900-1971)
de "El Zorzal y otros poemas"
trad. Lysandro Z. D. Galtier
ed. Losada (1966)


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