En nuestro jardín había un pabellón abandonado amenazando ruina. Le tenía cariño por sus ventanas de cristales coloreados. Si pasaba la mano en su interior me iba transformando de cristal en cristal, tomando los colores del paisaje que se veía en las ventanas, ahora llameante, ahora polvoriento, ya ardiente, ya exuberante. Lo mismo me sucedía cuando pintaba en colores y se me abrían las cosas en su seno, tan pronto que las llenaba con una nube húmeda. Con las pompas de jabón ocurría algo parecido. Viajaba con ellas por la habitación metiéndome en el juego de los colores de los globos hasta que reventaban. Me perdía en los colores por lo alto del cielo, lo mismo que en una joya, en un libro; pues en todas partes los niños son su presa. En aquella época se podía comprar el chocolate en unos paquetitos, en los que cada una de las tabletas, dispuestas en forma de cruz, estaba envuelta en papel de estaño de diferentes colores. La pequeña obra de arte, sujetada por un rudo hilo de oro, resplandecía de verde y oro, azul y naranja, rojo y plata. Jamás se tocaban dos piezas del mismo envoltorio. Venciendo un día la barrera, los colores me asaltaron y aún siento la dulzura con la que entonces se empaparon mis ojos. Fue lo dulce del chocolate con el que esta dulzura iba a deshacérseme más en el corazón que en la boca. Pues antes de que sucumbiera a las tentaciones de la golosina, de golpe un sentido elevado dentro de mí dejó atrás a otro más bajo y me quedé embelesado.
Walter Benjamin (1892-1940)
'Los colores'
en "Infancia en Berlín hacia 1900"
trad. Klaus Wagner
ed. Alfaguara (1982)
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