jueves, 1 de octubre de 2015

sonora XV






   Con todo esto casi se me olvida el órgano de bambú de la iglesia del monasterio de Las Piñas, donde paramos. Tuvimos suerte, pues justo en aquel momento una grácil monja vestida de blanco, sobre cuya espalda caía un velo negro, estaba tocando aquel célebre instrumento, que se parece a una hilera de flautas pastoriles. El sonido era puro y lleno, lo que sin duda se explica porque es posible perforar mucho el bambú. Se juntan así las ventajas de la madera y las del metal. Las cañas requieren una preparación esmerada; por ejemplo, han de pasar mucho tiempo enterradas en arena caliente. Los terremotos han destruido varias veces este órgano.
   Me coloqué detrás de él y estuve mirando el juego de las lengüetas que subían y bajaban. Un viejo pensamiento mío: en un mundo de sordomudos no se oiría la música, pero sí se vería su mecanismo. Cabezas sutiles podrían extraer de eso múltiples conclusiones. También podrían, aún faltándoles el órgano necesario para ello, descubrir las ondas sonoras y sacar ventajas e incluso goce de tales conocimientos.
   Es un pensamiento peligroso, ya que conduce al mundo abstracto de nuestras artes de medición y de nuestras numerizaciones. Aquí es preciso hacer una distinción: san Francisco de Asís podría predicar también a los sordomudos, de igual manera que predicó a los peces. El santo sonríe y mueve la mano: un rosal comienza a florecer. Pero el sermón no llega hasta los hombres de hoy, aunque estos sí pueden oír y ver.
   Desarrollar alguna vez el milagro del árbol del mango, con referencias a Rimbaud, Baudelaire, Angelus Silesius. Se dice que los moribundos no oyen una melodía sobreterrenal, sino que tienden los oídos hacia lo inaudible.















Ernst Jünger (1895-1998)
en "Pasados los setenta I"
trad. Andrés Sánchez Pascual
ed. Tusquets (1995)


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