El destinatario de esa sonrisa se fugó con ella como con un regalo fatal. Su turbación era tan grande que tuvo que huir de las luces de la terraza y del jardín, y refugiarse a paso rápido en la oscuridad del parque posterior. Allí estalló en reproches tiernos y extrañamente irritados: «¡No debes sonreír así! ¿Me oyes? ¡A nadie hay que sonreírle así!» Se dejó caer en un banco y, fuera de sí, aspiró el perfume nocturno de las plantas. Después, apoyándose en el respaldo, los brazos indolentemente caídos, abrumado y sacudido varias veces por escalofríos, musitó la fórmula fija del deseo, imposible en este caso, absurda, abyecta, ridícula y, no obstante, sagrada, también aquí venerada: «Te amo.»
Thomas Mann (1875-1955)
fragmento de "La muerte en Venecia"
trad. Juan del Solar
ed. Edhasa (1984)
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