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Los cañonazos arreciaban más allá, en el camino, alzando una polvareda espesa, iban demoliéndolo delante de los pasos cautos del mulo, o a sus espaldas: y Bisma ni siquiera se volvía. A cada disparo, a cada silbido, los hombres contenían la respiración. "Este le acierta", decían. Hubo una detonación y desapareció del todo, envuelto en el polvo. Los hombres callaron. Ahora, aplacado el polvo, verían el camino desnudo y ni siquiera sus restos. Pero el hombre y el mulo reaparecieron como fantasmas y siguieron andando, muy despacio. Después del último recodo, no pudieron seguirlos. "No saldrán del paso", dijeron los hombres, y se volvieron.
Pero Bisma seguía cabalgando por el pedregoso camino en herradura. El viejo mulo iba adelantando los cascos inseguros por el camino que obstruían las peñas y los derrumbes recientes; el ardor de las llagas bajo la albarda le tensaba la piel. Las explosiones no lo encabritaban: había penado tanto en su vida que nada podía ya impresionarlo. Andaba con el hocico gacho, y su mirada, limitada por las anteojeras negras, hacía observaciones bellísimas: caracoles, con el caparazón roto por los proyectiles, perdían una baba irisada en las piedras; hormigueros desventrados con fugas blancas y negras de hormigas y larvas; hierbas arrancadas que alzaban extrañas raíces barbudas como de árboles.
fragmento de 'El hambre en Bévera'
de "Por último, el cuervo"
Italo Calvino (1923-1985)
trad. Aurora Bernárdez
Ed. Tusquets (1990)
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