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Allá abajo
a 700 metros de profundidad,
bajo 16.000.000 de años de estratificaciones
trabaja un picador, el emigrante Varetski -
los ojos irritados por el polvo del carbón,
los codos llenos de heridas -
y una linterna Davis en el casco.
Se oyen ecos en el pozo de la mina -
retumba, susurra, silba -
y en alguna parte lejana murmura el agua.
Zumban, silban y sueñan
cien cerebros polacos.
Un cálido sueño rojo
sobre tiempos pasados
cuando no necesitaba picar -mal considerados-
carbón belga de mala calidad
por 8 francos la tonelada.
En las profundidades de la montaña de lignito
gruñe un viejo gigante tuerto.
¡Ja, ja, pobre diablo!
Intentas competir
con el carbón de primerísima calidad de Durham.
(Ah, qué tonto tienes que ser).
¡Carbón de Durham!
Perlas negras.
Diamantes que no tuvieron tiempo de desarrollarse plenamente,
joyas que el fogonero del barco mima y acaricia,
como si fuesen frutos del árbol del pan.
Preguntadle a un fogonero su verdadero valor
cuando desciende el barómetro como una centella
y hay que llegar a tiempo al estrecho de Magallanes:
el carbón de Durham no es otra cosa que oro negro.
Encendamos un ardiente Durham.
Para el aristócrata de la inteligencia, el embrión de geólogo, Varetski,
es una deshonra trabajar en una vieja cueva de lignito agotada.
Dadle el quebradizo, el brillante espejo negro de Durham,
que permite extenderse a los sueños
por los inmensos dibujos carboníferos de los helechos.
Y un gran helecho,
que dé sombra a todo el mundo.
mina
Harry Martinson
(Jämshög, 1904 - Estocolmo, 1978)
de "Entre luz y oscuridad"
Ed. Nórdica (2009)
trad. Francisco J. Uriz
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