Se empieza a pensar en el tiempo como en una mercancía, una mercancía, además, que, como tantas otras, escasea. El tiempo puede sumarse, restarse, dividirse, perderse, ahorrarse, llenarse, matarse o robarse. Cuando los individuos asumen papeles múltiples surgen las dificultades de sincronización, y las fronteras del tiempo se hacen más rígidas, sus divisiones más finas. Los ritmos (de trabajo o de impulso, por ejemplo) no deben ni exceder ni situarse por debajo de un valor prescrito. Se cronometran con tremenda precisión las victorias y los récords deportivos. Se enseña a los niños a aceptar un determinado horario como una necesidad (pero no a interpretar su tiempo corporal, ni a situar su presente en el pasado reciente o el próximo futuro). Cuando remoloneamos en los confines del sueño, el reloj penetra brutalmente y no nos deja continuar. Despertamos preguntándonos que día es, y qué hora de la mañana. La disciplina temporal impuesta al trabajo y la escuela (ésta se concibe casi siempre como una simple preparación para el trabajo) presiden el quehacer de la sociedad entera. Pero, como ya hemos visto, el empaquetamiento del tiempo que resulta apropiado para una fábrica puede ser inapropiado para otros lugares y momentos, o estar desfasado con la estructura del tiempo interior. ( )
Aunque el tiempo urbano parece atestado, su escasez no es el problema mayor. Las tensiones más graves son las que acompañan a la ordenación del tiempo: la sincronización de instantes y ritmos, el desajuste entre el tiempo subjetivo y el tiempo abstracto, la falta de coherencia o de "sentido", los conflictos entre los tiempos de los diversos grupos. ( )
de Lynch, "¿De qué tiempo es este lugar?" (1972)
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