En la orilla del gran río, cuyas ondas corrían bravas y crecidas por obra de abundantes lluvias, alzábase la cabaña del anciano barquero, quien dormía en ella fatigado de los trabajos del día. A medianoche, unas voces lo despertaron; eran de viajeros que querían atravesar el río.
Al salir por la puerta, vio dos grandes fuegos fatuos sobre la amarrada barca, los cuales le dijeron que tenían mucha prisa de verse en la otra orilla. El viejo no vaciló un momento: soltó las amarras y con su acostumbrada habilidad dirigió la barca cortando la corriente, mientras los desconocidos cuchicheaban veloces en un extraño lenguaje, prorrumpiendo de cuando en cuando en estrepitosas risas, y saltando alegremente sobre los bordes, los bancos y el fondo de la embarcación.
–La barca se bambolea y va a zozobrar si no os estáis quietos –dijo el viejo–; sentaos, fuegos fatuos.
De oir tal orden estallaron en grandes carcajadas, se mofaron del anciano y estuvieron aún más juguetones que antes. El viejo sufrió con paciencia sus travesuras, y bien pronto atracó en la ribera opuesta.
–¡Tomad! ¡Por vuestro trabajo! –dijeron los viajeros, y sacudiendo sus vestiduras, dejaron caer en el húmedo fondo de la barca muchas resplandecientes monedas de oro.
–¡Cielo santo! ¿Qué hacéis? –exclamó el anciano–. ¡Podéis causarme la mayor desventura! Si una sola de esas monedas de oro hubiera caído al agua, el río, que no puede soportar ese metal, se habría alzado en espantosas olas, me habría tragado con mi barca y quién sabe lo que habría sido de vosotros, ¡Recoged vuestro dinero!
–No podemos recoger lo que se ha desprendido de nosotros –respondieron.
–Entonces –dijo el viejo, poniéndose en cuclillas para reunir en su gorra las monedas–, me dáis además el trabajo de recogerlas, de desembarcarlas y de enterrarlas en una cueva.
Los fuegos fatuos saltaron fuera de la barca, y el viejo les preguntó:
–¿Dónde está el precio de mi trabajo?
–¡Quien no quiere oro que trabaje de balde! –exclamaron los otros.
–Deberíais saber que a mí sólo puede pagárseme con frutos de la tierra.
–¿Con frutos de la tierra? Los despreciamos y no los hemos probado nunca.
–Pues no os soltaré hasta que me prometáis traerme tres coles, tres alcachofas y tres cebollas.
Los fuegos fatuos pretendían escabullirse bromeando; pero se sintieron como clavados al suelo de modo incomprensible; era la impresión más desagradable que habían recibido en toda su vida. Prometieron cumplir en breve lo que se les pedía, y el viejo les dio libertad y se volvió a la barca.
Estaba ya apartado cuando los otros le gritaron:
–¡Anciano! ¡Anciano! ¡Escúchanos! ¡Hemos olvidado lo más importante!
Pero estaba lejos y no los oyó.
J. W. Goethe (1749-1832)
fragmento de 'La serpiente verde'
en "La nueva Melusina"
trad. Josep Lleonart
ed. Obelisco (1985)
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