Cuando perdí a mi padre, en 1890, y teniendo yo entonces sólo dos años, mi madre acogió en nuestra casa, como si fuera una hermana mayor, a una vieja mujer que fue mi más tierna, mi más experta hada.
Había venido muchos años antes a Egipto desde las Bocas de Cattaro, donde residía, pero era por su origen más croata, si ello es posible, que la misma gente de las Bocas.
Ella fue quien me inició en la maravilla que nos llega de los sueños. Nadie podría recordar tantas increíbles aventuras como las que recordaba ella, ni sabría como ella, al contarlas, invadir la mente y el corazón de un niño con un secreto inviolable que aún hoy es fuente incesante de gracia y de milagros, hoy que aquél niño es todavía y siempre niño, mas un niño de ochenta años.
He vuelto a encontrar a Dunja hace unos días, pero ya sin las arrugas de un siglo que, velándolos, le apagaban los ojos empequeñecidos, sino con el abierto retorno de los ojazos nocturnos: cofres de abismos de luz.
Ahora la veo a menudo aparecer en el oasis, joven, bellísima Dunja, y no podrá más en torno de mí desolarme el desierto donde desde hacía tanto erraba.
No hay duda, primero induce al extravío de los espejismos, ella, Dunja, pero pronto el niño crédulo se eleva hasta el niño de fe por las liberaciones que siempre dará a luz la verdad de Dunja.
Dunja –me dijo el nómade– entre nosotros significa universo.
Renueva ojos de universo, Dunja.
Giuseppe Ungaretti (1888-1970)
en "Últimas poesías"
trad. Ricardo H. Herrera
ed. El Imaginero (1988)
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