Cuando José y María dejaron Nazaret para ir a declarar en Belén que Jesús descendía de David, lo que las autoridades habrían podido saber tan bien como nosotros, porque hacía mucho que estaba escrito, en ese tiempo entonces bajó una vez más en secreto el ángel Gabriel para inspeccionar el establo. Aún para un arcángel en su iluminación era difícil comprender por qué era precisamente en el más miserable de los establos que el Señor debía venir al mundo, y su cuna no ser más que un pesebre. Pero al menos Gabriel quería pedir al viento que no silbase demasiado fuerte por entre las grietas, y las nubes en el cielo no debían volver a fundirse en seguida por la emoción y cubrir al niño con sus lágrimas, y en cuanto al farol, había que recomendarle encarecidamente que sólo iluminase y que no encandilase y resplandeciese como la estrella de Navidad.
El arcángel también sacó a todos los animales pequeños del establo, a las hormigas, a las arañas y a los ratones, mejor ni pensar en lo que podía suceder si María se espantara por un ratón. Sólo podían quedarse el burro y el buey; el burro porque, después de todo, debían tenerlo a mano para huir a Egipto, y el buey, porque era tan gigantesco y perezoso que todas las huestes del cielo no habrían podido sacarlo del lugar.
Por último, Gabriel distribuyó un grupo de angelitos sobre las vigas del techo del establo, eran de esa clase de ángeles pequeños, formados casi sólo de cabeza y alas. Además sólo tenían que quedarse quietos y estar atentos e informar de inmediato si algo malo amenazara al niño en su desnuda pobreza. El poderoso lanzó otro vistazo a su alrededor, luego extendió sus alas y se fue volando.
Todo estaba en orden. Aunque no tanto, porque aún había una pulga durmiendo en la cama de paja sobre el suelo. Sólo este diminuto monstruo se le había escapado al ángel Gabriel, es comprensible. ¿Cuándo un Arcángel ha tenido algo que ver con las pulgas?
Una vez que hubo ocurrido el milagro, y el niño yacía encarnado sobre la paja, tan lleno de vida y tan conmovedoramente pobre, los ángeles que estaban debajo del techo no soportaron más de embelesamiento, y comenzaron a revolotear alrededor del pesebre como una bandada de palomas. Unos abanicaban al niño con balsámicas fragancias y otros estiraban y acomodaban la paja para que ningún tallito pudiese molestarlo o pincharlo.
Pero con todo este bullicio la pulga que estaba en la cama despertó. De inmediato, se llevó un susto infernal porque pensó que alguien andaba tras ella, como de costumbre. Dio vueltas por el pesebre e intentó todas sus estratagemas hasta que, por último, en la más extrema necesidad, buscó refugio en la oreja del niño dios.
–¡Discúlpame! –susurró la pulga sin aliento–, pero no puedo hacer otra cosa, si me atrapan, me matan. Enseguida vuelvo a desaparecer, divina gracia, sólo déjame encontrar la manera. –Echó un vistazo a su alrededor y de inmediato tuvo un plan. –Oye –dijo–, si junto todas mis fuerzas y te mantienes quieto, tal vez pueda alcanzar la pelada de San José, y de allí llegue a la cruz de la ventana y luego la puerta...
–¡Entonces salta! –dijo el niño Jesús de manera inaudible–, yo me mantendré quieto.
Y la pulga saltó. Pero al enderezarse y juntar las piernas debajo del vientre no pudo evitar hacer un poco de cosquillas al niño.
En ese momento la madre de Dios sacudió a su esposo para despertarlo.
–¡Mira! –dijo María radiante de felicidad–. ¡Ya sonríe!.
Karl Heinrich Waggerl (1897-1973)
'Historias íntimas del niño de Belén' (1968)
en "Las Aventuras del niño Jesús"
antología a cargo de Alberto Manguel
trad. Julio Sierra, Jorge Salvetti y Daniel Gigena
ed. Emecé (2007)
imagen: ícono ruso, mediados del siglo 17