Igual de grande y cubierto de flores hay un árbol así en Nyboder. Allí creció en el rincón de un patio pequeño y pobre; bajo este árbol estaban sentados una tarde, bajo el sol más agradable, dos ancianos: un marinero, viejo, viejo, y su mujer, vieja, vieja. Eran abuelos y pronto celebrarían sus bodas de oro, pero no podían recordar cuál era exactamente la fecha, y Madre Saúco estaba sentada en el árbol y parecía divertirse mucho, como ahora.
–¡Yo sí que sé cuándo son las bodas de oro! –decía, pero ellos no la oían, hablaban del tiempo viejo.
–Sí, ¿te acuerdas –decía el viejo marinero– de cuando éramos niños y corríamos y jugábamos? Era en este mismo patio en que estamos ahora y hacíamos un huerto plantando ramitas en la tierra.
–¡Sí –decía la anciana– ya lo creo que me acuerdo! Y regábamos los troncos y uno de ellos era una rama de saúco, que echó raíz y sacó brotes verdes y ahora está convertido en el gran árbol bajo el que nos sentamos los viejos.
–Claro que sí –dijo él–, y allí en el rincón había una barrica con agua; en ella flotaba mi barco, que yo mismo había construido, ¡cómo navegaba! Pero yo navegué pronto de muy otra manera.
–Sí, pero antes fuimos a la escuela y nos instruimos un poco –dijo ella–, y después fuimos confirmados; los dos lloramos; pero por la tarde subimos cogidos de la mano a la Torre Redonda y contemplamos el panorama de Copenhague y el mar; también fuimos a Frederiksberg, donde el rey y la reina navegaban por los canales en sus espléndidos barcos.
–Pero yo salí a la mar de muy otra manera y durante muchos años estuve muy lejos en largos viajes.
–Sí, no me cansaba de llorar por ti –dijo ella–. ¡Creía que habías desaparecido y muerto y que estarías en el fondo del mar! Muchas noches me levantaba a ver si giraba la veleta; sí, se movía, pero tú no venías. Me acuerdo perfectamente cómo un día en que llovía a cántaros, vino el basurero ante la casa en la que yo servía, bajé con la basura y me quedé en la puerta, qué tiempo más horrible; y mientras estaba allí, se acercó el cartero y me dio una carta; era tuya; sí, ¡las vueltas que había dado! la abrí y la leí; reía y lloraba; ¡era tan feliz! Decía que estabas en tierras cálidas, donde se daban los granos de café, ¡debía ser un país maravilloso! Contabas tantas cosas y yo lo veía todo; mientras, la lluvia caía a cántaros y yo seguía con la basura. De pronto vino alguien y me cogió por la cintura.
–¡Sí, pero tú le diste un buen sopapo en la oreja, que sonó como un tiro!
–¡Cómo iba yo a saber que eras tú! Habías venido al tiempo que tu carta; y estabas tan guapo; aún lo eres, llevabas un largo pañuelo de seda amarillo en el bolsillo y un sombrero de brillo; estabas muy elegante. ¡Dios mío, qué tiempo hacía y cómo estaba la calle!
–Claro que sí –dijo él–, y allí en el rincón había una barrica con agua; en ella flotaba mi barco, que yo mismo había construido, ¡cómo navegaba! Pero yo navegué pronto de muy otra manera.
–Sí, pero antes fuimos a la escuela y nos instruimos un poco –dijo ella–, y después fuimos confirmados; los dos lloramos; pero por la tarde subimos cogidos de la mano a la Torre Redonda y contemplamos el panorama de Copenhague y el mar; también fuimos a Frederiksberg, donde el rey y la reina navegaban por los canales en sus espléndidos barcos.
–Pero yo salí a la mar de muy otra manera y durante muchos años estuve muy lejos en largos viajes.
–Sí, no me cansaba de llorar por ti –dijo ella–. ¡Creía que habías desaparecido y muerto y que estarías en el fondo del mar! Muchas noches me levantaba a ver si giraba la veleta; sí, se movía, pero tú no venías. Me acuerdo perfectamente cómo un día en que llovía a cántaros, vino el basurero ante la casa en la que yo servía, bajé con la basura y me quedé en la puerta, qué tiempo más horrible; y mientras estaba allí, se acercó el cartero y me dio una carta; era tuya; sí, ¡las vueltas que había dado! la abrí y la leí; reía y lloraba; ¡era tan feliz! Decía que estabas en tierras cálidas, donde se daban los granos de café, ¡debía ser un país maravilloso! Contabas tantas cosas y yo lo veía todo; mientras, la lluvia caía a cántaros y yo seguía con la basura. De pronto vino alguien y me cogió por la cintura.
–¡Sí, pero tú le diste un buen sopapo en la oreja, que sonó como un tiro!
–¡Cómo iba yo a saber que eras tú! Habías venido al tiempo que tu carta; y estabas tan guapo; aún lo eres, llevabas un largo pañuelo de seda amarillo en el bolsillo y un sombrero de brillo; estabas muy elegante. ¡Dios mío, qué tiempo hacía y cómo estaba la calle!
Hans Christian Andersen (1835-1872)
de 'Madre Saúco' (fragmento)
en "La sombra y otros cuentos"
trad. Alberto Adell
ed. Alianza (1986)