Una tarde, meses antes que mi hermano Krikor viniese a casa con los libros, yo mismo salté a un tren de mercancías en marcha. Era un tren de mineral lleno de de pedazos de roca del tamaño de huevos, que venía de las montañas de Sierra Nevada. Me subí al montón más alto de mineral y me puse a mirar desde allí el mundo. Era muy hermoso y muy melancólico. Y seguí adelante. Iba acercándome a una de aquellas enormes misteriosas ciudades del mundo, y tenía miedo. Quería ir, pero tenía miedo. Sólo una vez, por una fracción de segundo, dejé de tener miedo. Estaba una vaca entre la hierba alta muy cerca de la vía, mirando al tren, y cuando vi la vaca y sentí un poco de su muda admiración, de su soledad y su fuerza, entonces yo, por una fracción de segundo, me sentí también fuerte y no tuve miedo. Un momento después, sin embargo, estaba medio muerto de pánico. El tren corría demasiado de prisa para poder tirarme. Y sentí en un momento la angustia de toda una vida. La casa quedaba perdida: los cuartos de la casa y las mesas y también las sillas. Ya no volvería a ver jamás a mi hermano Krikor, ni a mi madre, ni a mis hermanas, ni a las mil caras conocidas. Y me puse a llorar, porque creí que el tren ya no pararía hasta que llegase a una de aquellas grandes ciudades del mundo, muy lejos de mi casa, dejándome entre gentes extrañas.
El tren, sin embargo, paró en Málaga de California. Me tiré abajo y empecé a andar en dirección a casa. Era largo el camino: siete millas. Al cabo de un rato, eché a correr. Cuando se hizo de noche, sentí dentro de mí ese miedo tremendo, ese miedo universal, invencible, de todo chico que está solo y lejos de los lugares que conoce. Tenía miedo de que no iba a llegar a casa. Y corrí hasta que ya no pude más. Recuerdo claramente todos los ruidos melancólicos de la noche: el canto de los grillos, de las ranas, de los pájaros, el olor de la tierra a medida que iba refrescando, lo extrañas que son todas las cosas en la oscuridad.
Árboles que a la luz del día eran hermosos y apacibles, en las tinieblas de la noche se volvían feos, hostiles. Era la sombra de la noche, tan distinta de la buena sombra del día que solamente os hace sentir de un modo más profundo la buena realidad de todas las cosas, con forma y con sustancia. Era la sombra oscura, el silencio, el vacío del mundo. Pero lo más tremendo de todo era el súbito rompimiento con todo el mundo familiar. La sensación de estar perdido. de estar todo en suspenso. de extravío. Eso de que un árbol no fuera ya un árbol. Que se volviera como un símbolo, temerosamente recordado, el símbolo de alguna desgarrante y enloquecedora tragedia.
Sentía un desgajamiento horroroso del mundo. Tenía un miedo tremendo de no poder llegar ya nunca a casa. Yo nunca había tenido miedo de los hombres, porque por los cafés y tabernas de la ciudad, donde yo iba vendiendo periódicos, había encontrado a los peores de ellos siendo bondadosos conmigo y hasta protegiéndome, como si también ellos hubieran sentido y recordasen un peligro así. A lo que yo le tenía miedo era a esto. Esta fuerza oscura, mala y omnipotente. Temía una misteriosa, ineluctable desintegración de mi propio ser íntimo, que me destrozase con la misma facilidad con que un soplo de viento echa a tierra el brote de un árbol. Temía la aparición dentro de mí de alguna lúgubre presencia que anularía instantáneamente mi cohesión, cancelando este siglo tras siglo de humanidad mortal acumulado en mi pobre persona. Cualquier chico que se ha encontrado solo y lejos de casa por la noche ha sentido esto.
William Saroyan (1908-1981)
fragmento de 'La vuelta al
mundo con el general Grant'
en "Como un cuchillo, como una flor,
como absolutamente nada en el mundo"
trad. Ignacio Rodrigo y otros
ed. José Janés (1948)