El pescador de Cairill, el Rey de Ulster, me atrapó en su red. ¡Ah, qué hombre feliz en cuanto me vio! Lanzó una exclamación de alegría cuando vio al gran salmón en su red.
Yo aún estaba en el agua mientras él me halaba con delicadeza. Mi nariz tocó el aire y se alejó de él como del fuego, y me hundí con toda mi fuerza contra el fondo de la red, manteniéndome en el agua, amándola, loco de terror de que me apartaran de esa delicia. pero la red fue recogida, y yo llevado arriba.
–Tranquilizaos, Rey de los Ríos –dijo el pescador–, todo es fruto de la Fatalidad.
Estaba en el aire, aunque yo pensaba que era fuego. El aire me presionaba como una feroz montaña. Golpeó sobre mis escamas y las abrasó. Pesaba sobre mí y me apretaba, de modo que sentía como si los ojos me estallaran en la cabeza, la cabeza como si fuera a desprenderse de mi cuerpo, y mi cuerpo como si se hinchara y expandiera y volara en miles de fragmentos.
La luz me enceguecía, el calor me atormentaba, el aire seco me hacía consumir y resollar; y mientras yacía sobre la hierba, el gran salmón giraba su desesperada nariz una vez más hacia el río, y coleaba, coleaba, siempre bajo la montaña de aire. Podía colear hacia arriba, pero no hacia delante, y sin embargo coleaba, pues en cada elevación podía ver las centelleantes ondas, el ondular y rizar de las aguas.
–Calmaos, oh Rey –dijo el pescador–. Calmaos, mi bienamado. Dejemos atrás el torrente. Dejemos que el legamoso margen sea olvidado, y el arenoso lecho donde las sombras danzan en el verde y la penumbra, y fluyen las aguas pardas y cantarinas.
Y mientras me transportaba a palacio, entonó una canción del río, y una canción de la Fatalidad, y una canción en homenaje al Rey de las Aguas.
Cuando la esposa del rey me vio, al instante me deseó. Fui puesto al fuego y asado, y ella me comió. Y cuando el tiempo pasó me parió, y yo fui su hijo, y el hijo de Cairill el rey. Recuerdo la calidez y la oscuridad y el movimiento y los sonidos invisibles. Todo lo que sucedió lo recuerdo, desde cuando estaba sobre la parrilla hasta cuando nací. No he olvidado nada de todo aquello.
fragmento de "El cuento de Tuan Mac Cairill"
de 'Cuentos de Hadas Irlandeses'
trad. Jorge A. Sánchez
ed. Obelisco (1985)