Quizá alguien podría sostener que nuestro razonamiento no es consistente, pues por un lado hacemos el examen de las cuestiones musicales mediante números y por otro afirmamos que los intervalos no son perfectamente capaces de admitir estos mismos números. Si debemos decir la causa de esto habremos de revelar una doctrina divina y secreta.
Ciertamente, puesto que las cosas de aquí se constituyen por la imitación de realidades más preciadas y obtienen su origen y se procuran el ser según el curso y evolución de aquellas, y puesto que hay una diferencia entre ambas regiones –pues una es pura e incorruptible y la otra turbia y fangosa–, allí la actividad se produce perfecta y sin impedimentos, mientras que aquí es imperfecta, coja y difícil, no por causa del agente, sino por la agitación e incapacidad de la materia. En efecto, tal como el escultor, dicen, podría instalar con facilidad en la piedra los modelos que se propusiera, pero nunca o muy difícilmente lo haría en piedra pómez –aunque no por falta de técnica ni por su incapacidad, sino por la inconveniencia del material subyacente–, así también la actividad del universo alcanza mejor las cosas de allí, que se mantienen en la conveniencia a causa de su mayor divinidad, pero más tenuemente a las de aquí, enturbiadas por la mucha distancia y por las sombras y sedimentos corporales. Pues tal como un rayo solar, dicen, se observa con gran pureza en el aire, mientras que en las profundidades marinas parece mortecino y evanescente –no porque él mismo sea así, sino porque nuestra sensación es impedida por lo que le rodea–, así también las emanaciones que se propagan desde arriba no actúan de modo semejante en cada región, sino que dependen de la dignidad de cada una de las cosas que subyacen. Por eso, también nosotros mismos, cuando estamos inclinados hacia la agitación y el desorden de las cosas de este mundo encontramos un escaso e imprescindible auxilio de lo superior, mediante la unidad y comunidad del universo; pero tan pronto como, habiéndonos conocido a nosotros mismos y habiendo aprendido cuál es nuestro principio, cambiáramos nuestra vida y dirigiéramos nuestros impulsos hacia las cosas más preciadas, entonces acogeríamos lo puro y absolutamente perfecto de la providencia total, aproximándose desde ese momento nuestra naturaleza, por la semejanza con lo más bello, a la conveniencia.
Como pruebas rigurosas de la afinidad simpática de las cosas de aquí con las de allí, los antiguos aportan las estaciones del año, los cambios de los aires y los movimientos de las aguas, y los calores y las suaves temperaturas, todo lo cual se produce dependiendo de la clase de relación que se establece entre las cosas de allí; además, aquello que ocurre a cada momento, por así decir, como el crecer y marchitarse de las plantas o el llenarse y vaciarse de los animales, que son afectados por simpatía y se modifican al mismo tiempo que aumenta o disminuye el círculo lunar; y, ciertamente también, los flujos y reflujos del mar, que cambian sucesivamente a la vez que lo hacen el curso y las fases de esa misma diosa, como habitualmente sucede en el paso marítimo a través de las Columnas de Hércules, o las crecidas y retrocesos de la corriente del Nilo en Egipto, que se producen siempre en las mismas estaciones del año, en correspondencia con los trayectos y movimientos del sol.
No es inverosímil, por lo tanto, decir que la música en sí misma, como también las otras cosas, tiene un principio derivado del Todo, pero que, debido a la mezcla con la materia corpórea, se aparta de la precisión y excelencia de los números, pues, ciertamente, en las regiones que están más allá de nosotros es exacta e incorruptible. Por esta razón, nosotros no podemos hacer las divisiones de los intervalos en partes iguales y las consonancias de nuestros sistemas son imperfectas, al impedirlo el grosor corporal.
'Libro III. (7)'
en "Sobre la música"
Arístides Quintiliano
trad. Luis Colomer y Begoña Gil
ed. Gredos/Planeta-DeAgostini (1997)