Peregrinación de misioneros o de comerciantes por los caminos de Asia, navegaciones portuguesas a lo largo de África, las de los españoles hacia el Oeste: los grandes viajes no dejan de imponer, durante tres siglos, al hombre europeo el contacto con espacios cuyas coordenadas difieren mucho de lo que le resultaba, por tradición, familiar. Nada en su historia, hasta mediados del siglo XIII, le había preparado realmente para enfrentarse con una alteridad que le parece en un primer momento total y que, entre 1300 y 1500, la acumulación de experiencias cada vez más numerosas apenas basta para atenuar. Básicamente, los mismos principios cosmográficos, los mismos prejuicios simbólicos (con fuertes connotaciones teológicas) formaron, incluso hasta las primeras travesías del Atlántico, el entramado que tuvieron más o menos que utilizar para interpretar lo ajeno, es decir, diferenciarlo y dar cuenta de ello; concebirlo. Haber «descubierto» un espacio, un ser, un objeto nuevo, quiere decir que hemos partido de aquí, con la cabeza llena de ideas preconcebidas, con el corazón cargado de sentimientos anticipados, y convencerse de que la experiencia ha verificado las primeras y ha justificado los segundos: así será más o menos hasta el siglo XVIII, y tal es todavía la regla entre los turistas de nuestros días.
Paul Zumthor (1915-1995)
de 'Unos espacios ajenos' (fragmento)
en "La medida del mundo"
trad. Alicia Martorell
ed. Cátedra (1994)
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