Amadís se levantó y volvió a poner la silla en su lugar. En la arena amarilla era fácil hacer que se mantuviera derecha.
–Está limpia esta arena –dijo Amadís–. Me gusta mucho este lugar. ¿Nunca sopla viento?
–Nunca –le aseguró Atanágoras–. Si bajamos a lo largo de esa duna encontraremos el restaurante.
Largas hierbas verdes, rígidas y enceradas, manchaban el suelo con sombras filiformes. Los pies de los dos caminantes no hacían ruido alguno y dejaban huellas cónicas de contornos suavemente redondeados.
–Aquí me siento otro hombre –dio Amadís–. El aire es muy sano.
–No hay aire –replicó Atanágoras.
–Eso simplifica todo. Antes de venir aquí tenía momentos de timidez.
–Parece haberle pasado eso. ¿Qué edad tiene usted?
–No puedo darle la cifra. No recuerdo el comienzo. Lo único que podría hacer es repetirle algo que me dijeron y de lo que no estoy seguro. Prefiero no decirlo. En todo caso, soy todavía joven.
–Yo le daría veintiocho años.
–Se lo agradezco. No sabría qué hacer con ellos. Usted encontrará seguramente alguien a quien le agradarían.
Boris Vian (1920-1959)
fragmento de "El otoño en Pekín"
trad. Luis Echávarri
ed. Losada (1969)
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